
Desde pequeña, ella soñaba con una vida diferente. Mientras otros hablaban de títulos, ropa costosa o casas enormes, ella imaginaba mañanas sin despertador, tardes sin prisas y noches bajo un cielo lleno de estrellas, lejos del ruido y cerca de su paz.
Por años, vivió según las expectativas: estudiando lo correcto, trabajando en lo seguro, diciendo “sí” a todo lo que no la hacía feliz. Pero en silencio, cada día, alimentaba un pequeño plan. Guardaba parte de su sueldo, leía sobre países lejanos y escribía en hojas de papel lo que ella llamaba su “vida soñada”.
Un día, después de una semana agotadora en un trabajo que la hacía infinitamente miserable, algo dentro de ella se encendió. No fue rabia ni tristeza, sino claridad acompañada de decisión. Ya no podía aplazar lo inevitable: tenía que intentarlo. Renunció a su trabajo y dejó casi todo lo que tenía. Se despidió con una mezcla de miedo y libertad… y se fue.
Viajó ligera… o bueno, eso intentó. Vivió con poco, pero sintió mucho. Aprendió a tomar mate en Argentina, vio las líneas de Nazca y mascó coca en Perú, hizo amigos y bebió vino en un hostal en Chile, se sintió en la luna en Bolivia y experimentó cómo el mar y el río pueden hacerte sentir como en una isla en Uruguay. Conoció la Mitad del Mundo en Ecuador y, allí, donde nadie la conocía, sintió que por fin existía. El reloj ya no mandaba. El sol, la lluvia y sus ganas marcaban el ritmo.
Su vida no era perfecta: hubo días de incertidumbre, errores, pérdidas. Pero por primera vez, todo era suyo. Cada decisión, cada paso, era parte de ese sueño escrito años atrás en sus viejos cuadernos. Lo estaba cumpliendo. Estaba viendo, con sus propios ojos, la Latinoamérica que había imaginado un día conocer.
Hoy, cuando le preguntan si fue feliz, ella no responde con una sonrisa rebuscada. Responde con calma. Porque aprendió que los días de ensueño no son días sin problemas… son días con propósito, con libertad, con alma.
